sábado, 26 de noviembre de 2011

Caminata por Montevideo

F: ¿Qué se siente para vos caminar por acá? ¿Qué ves?

J: Glorias pasadas. Pasados perdidos. Pérdidas monumentales. 
    Siempre se me hizo un tanto romántico, a decir verdad. De esta vida sólo quedan muros y arboledas.

F: Los árboles superan ya los límites del concreto y la baldosa. Pero sí, más allá de eso, este barrio es una enorme pesadilla oriental.

J: ¿Por qué pesadilla? 


F: Porque lo recuerdan hasta los que no lo vivieron. Porque te fue transmitido e inculcado por tus mayores. Los tuyos y los de todos. No sentís cariño por el pasado sino que te pesa.  Te contagiaron añoranzas, juventudes remotas; una gran ilusión colectiva.
    Todo lo que ves acá, ¿lo extrañás?

J: ¿Cómo no extrañarlo?

F: No entiendo el por qué, habiendo tanto por delante.

J: Fueron tiempos de bonanza, de progreso social y económico, de victorias futbolísticas. Todo era más hermoso; se vivía mejor. Tocábamos el cielo con las manos, éramos inmortales.

F: Acabás de describir la juventud. Va acompañada de esa sensación de perpetuidad. Y nuestros mayores nos han impuesto la suya; sus pomposas fuentes, sus buenas costumbres, su suntuosa arquitectura, sus grandes bailes de salón, sus carnavales de recuerdos. La cumparsa de miserias sin fin desfila en torno de aquel ser enfermo que es nuestro presente. Enfermo por tener que vivir en constante competencia con una gran ilusión de masas, aquel pasado de ensueño. Es válido que aquellos cuya juventud les fue arrebatada por el pasar del tiempo extrañen sus glorias. El problema es la imposición que hace esta ciudad de su esplendoroso antaño. 
    Aquí no gobierna la democracia; aquí impera la melarquía. Como dije, queda justificado en sus testigos. La promesa del alegre retorno es el engaño con el que el pasado se adueña de ellos. Vos, por otro lado, tenés ruinas y relatos; nada a lo cual volver. Por suerte no podrás transmitirlas.

J: ¿Por qué no?

F: No son tuyas. La distancia entre vos y ellas llegará a aser sesquicentenaria. Quedarán en la historia lejana la torre más alta del hemisferio sur, el mayor coliseo del mundo, las grandes conquistas... 
    El gran problema es, ¿qué vendrá?

J: ¿Cómo así? ¿Qué significa ese «qué vendrá»?

F: Pronto no quedará vestigio alguno de todo esto en el recuerdo de los mayores. La siguiente generación habrá de tomar su lugar. ¿Y qué será de los nuevos orientales cuando se avalance sobre ellos la obscura nube del período más tormentoso del país? ¿Aquél que se recuerda como la gran caída, el ocaso de los dioses, la aurora de la tiranía, vendrá a atormentarnos? Ha de ser peor que vivir a la sombra de la gloria.

J: ¿Y qué proponés? ¿Eliminar los recuerdos? ¿Dejar de transmitir la historia?


F: Propongo que las palabras «nostalgia» y «melancolía» sean erradicadas del diccionario del Río de la Plata.

J: Recuerdo haber escuchado eso alguna vez.

F: Es una buena propuesta...
    Hacelo.

J: ¿Que haga qué?

F: Erradicalas, exilialas. Liberá tu arte de este peso con que carga. Talá tu arbol.

J: ¿De qué hablás?

F: Tu mente, tu idiosincracia, tu no tan particular visión del mundo. Ese es tu árbol. Talalo.

J: ¿Empezar de cero? No se puede; sería volver a la inocencia máxima. Sería... ser vos. (Pausa).

F: No hay que comenzar de nuevo. Al talar un árbol, la cepa permanece, la fundación, las raíces. De ahí podrá brotar—y brotará— nueva vida una vez muerta toda añoranza ajena.
    En este país hay mucha palmera y poco ombú. Mirá todas las altas palmeras alineadas sobre ramblas y bulevares. Son exactamente iguales. Ahí te toca ser el ombú, la poderosa raíz amorfa que rompe la prolijidad del paisaje.
    Quedándote en el molde de las palmas (cuya contribución al arte suele plagarnos de obscuridad y cielos grises) serás uno más del montón, no dejándonos olvidar la decadencia humana y urbana que acechó siempre al mundo entero. En fin, no aportarás nada positivo, y tu arte, como el de todos los otros, equivaldrá a una caminata por el Cordón en un día de lluvia.

    Asomó entonces una sonrisa entre la seriedad de Jandro.

F: ¿De qué te reís?

J: De tu definición. Es muy cierta. Montevideo es, para el que la habita, una caminata por el Cordón en un día de lluvia. 

F: Exacto. Si Montevideo es la vida y así ves la vida, sos un montevideano más del montón. Si tu manera de ver el mundo no es diferente a la de los demás, no tendrás nada que ofrecerle a éste. No estarás aportando nada; serás la sombra de aquellos que sí lo hicieron.
    
    Volcó Jandro su vista hacia el mar y hacia el cielo azul que lo envolvía todo, la ciudad inundada del feble celeste de su gran bóveda, propio del invierno. Atrás suyo se desbordaban las altas casas y verdes colinas sobre la rambla y el gran río.
    —¿Qué ves, Jandro?
    Tornó éste entonces su cabeza hacia Florián, devolviéndole instintivamente la mirada, y encontró allí el mismo cielo claro y poderoso que lo envolvía como la diáfana esfera envuelve al globo.
    —Belleza —respondió contemplativo.
    —Empezá a trabajar en la belleza que contemplés. Faltas están tus obras de ella.
    —¿A qué te referís?
  —A tus manchas de óleo y a cómo ellas, allende no ser originales, son tristes, impregnadas de pesadumbre. Son ventanas al alma muy siniestras. Y encima no son ventanas hacia tu alma. 
    —¿Qué me estás queriendo decir?
    —Que estás pintando las manchas de humedad de un techo que no es el tuyo.
    —No veo qué pueda hacer al respecto.
    —Matalo. Mirá hacia el horizonte y dale la espalda. Ese moho ya no existe. Matalo.
    Y suspiró una vez más:
    El moho ya no existe.
    Y entonces Jandro:
    El moho ya no existe. 

martes, 25 de octubre de 2011

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